4/12/05

Soñar que no tienes ganas de dormir

¡Hola, hola, hola! (Jeje, ya me estoy pareciendo a Joaquín Luqui...) ¿Cómo estamos? Bueno ya sé que llevo un siglo que duró muchos siglos sin escribir, pero la escasez de tiempo me lo impide. Si sabéis donde se compra, enviad un e-mail a ignorante_jaeya@hotmail.com , ¡muchas gracias!

Bueno pues lo que voy a poner hoy tampoco es que sea un alarde de tiempo libre, en realidad es algo que escribi hace mucho tiempo, y que me fue de bastante utilidad. Que se lo pregunten a mi Kramer Baretta... Es un relato sobre la pereza, sobre el "no tengo ganas", sobre el "estoy cansado", sobre lo que se me cruzó un día por la cabeza cuando estaba tirado en mi cama y tenía ganas de mear (¡no a los eufemismos!). Y por supuesto... de la omnipresente muerte. Lo sé, estoy obsesionado, en mis historias siempre muere alguien... como en la vida real. Bienvenidos sean al mundo de la onírica y surrealista realidad.

Originalmente publicado en http://memoriasdeunquetzal.bitacoras.com .

Adrián Rebola - Pereza

Justo entonces intenté abrir los ojos. No había conseguido pegar ojo en toda la noche, igual que ayer… Quizá sea nerviosismo; el caso es, ¿nervioso por qué? No tenía muchas preocupaciones que se pudiera decir. Mi salud era buena para mis setenta y dos años, y llevaba una tranquila vida de jubilado. Lo único por lo que podría tener ansiedad era porque iba un poco ajustado de dinero, mas nunca me preocupé demasiado por mi economía… no entendía por que no podía conciliar el sueño.

Al fin conseguí separar los párpados, pero hubiera sido menos dificultoso mover un camión. Seguía en aquella habitación, un pequeño salón de un ático cerca de la Gran Vía madrileña. Yo me encontraba tumbado en ese sofá que hay junto a la ventana. Y tumbado llevaba dos días.

Todo comenzó justo después de regresar de una excursión al campo, a la que fui acompañado de dos amigos para respirar algo de ese aire que ya es imposible encontrar en la ciudad. Estaba muy cansado; ya se veía que la edad comenzaba a hacer de las suyas en mi cuerpo, que cada pocos años había conseguido aguantar el recorrido del Camino de Santiago y ahora ya no soportaba una simple salida al campo. Tan cansado estaba que, en cuanto entré, me dirigí hacia ese mismo sofá que antes mencioné. Y, sin oponer la más mínima resistencia, caí en los brazos de Morfeo. Cuando desperté estaba como nunca me había sentido en mi vida, completamente restaurado y como nuevo. Poco a poco abrí los ojos, intentando que el sueño que estaba teniendo no se desvaneciese por completo y saboreando esos momentos. La luz que inundaba el salón me sugería que había dormido bastante, por no decir demasiado: serían las dos de la tarde, y estaba seguro de que había sido el calor propio de la canícula que entraba desde las calles el que me había despertado.

Tenía que hacer algún esfuerzo por alzarme del sofá. Dos malditos días así, sin dormir y sin poder levantarme. Un nuevo intento, el primero del día. Me tomé mi tiempo preparándome mentalmente para separarme de mi carcelero…

Pero, a pesar de esa vitalidad, no quería levantarme del sofá. Estaba tan cómodo… ¿Por qué tendría que abandonarlo? Permanecí remoloneando mientras las agujas del reloj seguían girando. Había vuelto a cerrar los ojos, y de no ser por las campanadas del carrillón del piso de abajo, ni me hubiera dado cuenta del tiempo que llevaba allí tumbado. Oí cuatro tañidos, al cabo de un tiempo cinco, y más tarde seis. Y seguía sin querer desperezarme. ¿Qué hay de malo en descansar un poco?

Todo esfuerzo era inútil. Quedaban minutos para las tres de la tarde, para que se cumpliesen ya no sé cuántas horas de mi encierro. Encerrado estaba en aquella cárcel sin paredes, y no parecía que la condicional fuese a llegar pronto… La pregunta fue creciendo en mi cabeza, y mis oídos no dejaban de escuchar esa frase que nadie más podía oír: ¿Por qué no puedo levantarme?

Seguía despierto, pero menos consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Había escuchado ya tantas campanadas que no me seguí preocupando por contarlas. Afortunadamente, no había perdido la noción del tiempo, y calculé que debía ser madrugada. Y al cabo de un tiempo mi calculo se confirmó, pues oí que los jóvenes se empezaban a reunir en la calle para hacer un botellón. Cerré los ojos e intenté dormir, sin éxito.

“Sí puedes levantarte”. Una voz llenó la habitación diciendo esas palabras. Claro que podía; tan sólo necesitaba un poco de esfuerzo. Estoy seguro de que lo había dicho mi subconsciente, podía levantarme, simplemente tendría que intentarlo. Otro intento, esta vez con la moral mucho más alta.

El alba me sorprendió sin haber estado ni siquiera amodorrado. Y lo peor es que durante toda esa noche ya había intentado levantarme, y había descubierto que no sólo me costaba un esfuerzo sobrehumano, sino que cuando por fin conseguía mover un músculo, un gran sentimiento de pereza me invadía, de forma que no podía más que revolverme en el tresillo.

Conseguí apoyar las manos en el borde. Un pequeño impulso, y lo demás será coser y cantar. Mandé todas mis fuerzas hacia los brazos. Y, sorprendentemente, empecé a separarme.

Tanto el carrillón como el reloj de mesa que había sobre el televisor indicaban las dos de la tarde. Me dije a mí mismo en tono irónico: ¡has batido tu récord de pereza! El bullicio de la calle y la luz solar que entraba por el cristal hicieron que me desesperara por salir de allí. Aquel sofá era como una droga, y sin ella no podía vivir. Y justo entonces llamaron a la puerta. Contesté: “¡Un momento, ya abro!”. Pero de mi boca no salió ningún sonido. Es más, ni siquiera la había abierto. Era una situación kafkiana, tan sólo quería ir a abrir la puerta. Los visitantes supusieron que yo no estaba en aquel momento, y se fueron mientras yo escuchaba el tenue sonido de aquel ruinoso ascensor. ¿Qué demonios estaba pasando?

Sólo un poco más y ya estaría libre de esa atadura… Estaba a gatas sobre el sofá, luchando contra algo en mi interior que quería que desistiese y siguiese tumbado. Y fue entonces cuando, gracias a un gran esfuerzo, conseguí derrotar al contrincante invisible que me mantenía cosido al sofá donde había pasado las últimas cuarenta y tantas horas…

Gritaba a las paredes de la habitación que me ayudasen, pero no respondían. Un relámpago de cordura cruzó mi mente: las paredes no están vivas… Pero alguien tendría que ayudarme, alguien tendría que tenderme su brazo. Y no fue así. Desistí. Cerré los ojos. Y esperé despierto hasta el nuevo día, percatándome de que no había sentido ganas de comer, ni beber, ni orinar… La esperanza desapareció de mi corazón, para llegar así al tercer día de mi apresamiento.

Me levanté. Por fin lo había conseguido, y me sentía muy raro. Era como si ahora fuese completamente libre… Encendí la radio, y reconocí al momento la canción que estaban emitiendo, una de esas joyas de Bob Dylan: Knocking’ on heaven’s door. Dios tiene sentido del humor…

Cuando giré la cabeza encontré a mi madre sentada en el sillón que había junto a la mesa. Aún estaba fresco en mi memoria el día de su entierro. Y en el sofá, tumbado, el cuerpo inerte de la persona que antes había sido yo. El hedor comenzaba a apestar...